CANCÚN, QUINTANA ROO.- La última vez que al joven Luis Ángel se le vio fue el domingo. Aunque el reloj marcaba las nueve de la noche, todavía era temprano para que en la casa donde vivía fueran a acostarse.
El muchacho aún traía puesta la ropa con la que todo el día anduvo trajinando: una playera azul marina, con un shorcito rojo de rallas en los extremos.
Como acostumbran en casi todas las zonas costeras del país, ya sea por comodidad o porque las vacas gordas nunca llegan, Luis Ángel traía puestas sus clásicas chanclas, que dejaban al descubierto sus pies pelones.
Su aspecto enclenque contribuía a que siempre cayeran sobre él las bromas algo pesadas de los mayores, a los que siempre seguía en fila india para acompañarlos, como si fuera un guardaespalda juvenil o una mascota fiel.
Era raro que aquellas chanzas familiares lo molestaran. Resultaba más común que su carita morena resplandeciera por la sonrisa que le brotaba a cada rato de los labios, como si con eso compensara todas las carencias de su pequeño mundo, que no iba más allá de la supermanzana 247.
Pero el domingo cuando desapareció de la vista de sus seres queridos, la zona de sus límites se expandió. No se esfumó solo. Lo levantaron con su pariente, a quien él siempre tenía la costumbre de seguir.
CAMINO A LA MUERTE
En el vehículo al que subieron, iban otras dos personas más que –seguramente como ellos– habían sido levantadas de sus casas, sin aviso previo. Y con la ropa que vestían al momento, como ellos. Uno andaba como él en un short verde y con una camiseta blanca.
Luis Ángel supo que las cosas no iban bien después que vio la cara de su pariente y la de sus forzados compañeros. Si hubiera sido otra la situación, el muchacho habría disfrutado del viaje, aunque afuera no se pudiera ver nada por los vidrios polarizados más que el recorte de sombras sobre el horizonte.
Todos iban callados, cabizbajos. ¿Qué tenían en común estos pasajeros silenciosos, además de las ropas humildes, la tez morena como terrón de azúcar y sus ojos negros, acuosos y resignados?
De estas deducciones, nada sacaba en claro la cabeza el muchacho. En vez de preguntar a su pariente a dónde iban, se quedó como ellos, con la cabeza gacha.
El convoy donde llevan a Luis Ángel y los demás mayores se aleja de la avenida López Portillo. Las lámparas de la vía pública van semejando cada vez más luciérnagas a la distancia.
La unidad disminuye la velocidad para entrar a un camino de terracería, conocido como las Torres. No hay alma humana que se pare por estos lares.
Los hombres que los levantaron ordenan que se cubran la cabeza con sus propias camisas. A Luis Ángel le ponen un trapo naranja hasta debajo de los ojos. Lo último que alcanza a mirar Luis Ángel son los cascajos de una construcción que a futuro será un fraccionamiento: otras familias, otros adolescentes. Un disparo en su humanidad oscurece su breve mundo. Su cuerpecito quedó tendido de cucharita en el piedrerío y la maleza.
Un albañil que labora en las obras cercanas encontró el cuerpo de Luis Ángel rodeado de moscas el miércoles 26 de agosto, muy temprano, y dio aviso a la policía. Su pequeño cadáver fue trasladado al Semefo.