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Tabasco

Otra pandemia azotó Tabasco hace 103 años

A finales de 1918 llegó a Tabasco la influenza española. Dolor, muer­te, desolación dejó a su paso la enfermedad.

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 Otra pandemia azotó Tabasco hace 103 años

(RIMERA PARTE)

En su libro “Gober­nantes de Tabasco” im­preso en 1978, el escritor José Bulnes Sánchez, mejor conocido como Pepe Bulnes, narra con detalles, describiendo persona­jes, sufrimiento, sentimientos, calles y templos, el autor -en su tiempo el primer Cronista de Villahermosa- se es­mera en aportar para la historia una resumida reseña de la tragedia vivida a finales de la segunda década del siglo pasado. Precisa para tal efecto el tiempo político tabas­queño bajo el cual se dio la aparición del contagio.

Encabezaba el gobierno de Tabasco Luis M. Hernán­dez Hermosillo designado el 5 de junio de 1918 por el Presidente de México, Venustiano Carranza, con la ca­tegoría de gobernador preconstitucional encargado de emitir la convocatoria a elecciones donde, por cierto, ha­brían de contender Carlos Green Ramírez por el Parti­do Radical Tabasqueño y Luis Felipe Domínguez por el Partido Liberal.

Bajo este ambiente de enfrentamiento político, se empezaron a sentir los estra­gos de la pandemia, a punto tal que (cita textual del libro): “Fue cuando el goberna­dor Luis M. Hernández Hermosillo pidió su relevo al presidente Carranza el 5 de octu­bre de 1918 por motivos de salud.

 

VIRUS LETAL

Demos espacio, a partir de aquí, al rela­to sobre lo ocurrido en Villahermosa con la enfermedad, una crónica com­partida con esmero por Bulnes.

A finales de noviembre, llegó a Tabasco la peste llamada influen­za española.

Las primeras víctimas en Villa hermosa fueron los familiares del carpintero don Cayetano Ramón quien vio morir a su señora doña Venancia y a sus hijos Bernabé e Ignacia, ésta, esposa de don Panchito Maldonado.

 

 

LOS SÍNTOMAS

El terrible mal se presentaba con una especie de fiebre en la sangre, resequedad en la garganta, dolor en las coyunturas, malestar y escalofríos. Después subía la temperatura, se em­purpuraba la cara y se hinchaban las orejas, párpados y labios.

Los médicos yerbateros aconsejaban, como profilaxis y terapéutica, tomar cocimientos de agua de borraja, linaza, cebada y pelo de maíz con limón y bicarbonato, infusiones al­cohólicas con calahuala, huaco, corteza de guayabo, palo mu­lato y cocohite.

Y como prevención hubo necesidad de clausurar el teatro “Merino”, el “Cine Club” y los templos de Esquipulas, La Pun­ta y Santa Cruz para evitar aglomeraciones. Para entonces se registraban más de cien defunciones diarias.

En esa época llovía, como dicen, a cántaros. Día y noche. Se inundaban las calles. Las lagunerías rebasaban su nivel; y ríos y arroyos salían del meandro. Eran días y noches de continuo llover. La población villahermosina agonizaba en sus casas, fa­llecía o a veces en la calle caía muerta.

Las calles permanecían silenciosas, desiertas, abando­nadas como olvidados cementerios. A distancia reso­naban las pisadas de algún desesperado que anheloso corría a la botica por una medicina o al hospital en busca de auxilio. Clavadas en las jambas de las puertas, sobresalientes banderines amarillos, blancos o negros, como señales que servían de aviso para la enfermedad. Las amari­llas indicaban la tenencia de un atacado. La blanca, sin novedad. La negra, la muerte.

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