– ¿Cómo está mi papá? – le pregunté a mi madre.
– Tu hermano está tratando de despertarlo, pero algo tiene porque no reacciona.
Eran casi las nueve de la mañana del pasado dos de noviembre. Me apresuré a llegar a su casa, junto a mi esposa y mis hijos, y lo vi en su cama, desvanecido.
-¡Papá, papá!- traté de encontrar la anhelada respuesta que nunca llegó. Chequé su respiración, le tomé el pulso. Lo sentí frío. Esa misma frialdad se apoderó de mí. Le di un beso en la frente, le abracé y le dije: “Te amo, papá. Dios permita volverte a ver”.
La noche anterior lo habíamos llevado al hospital. Su enfermedad le embestía cada vez con mayor inclemencia y él, fuerte como era, resistía con entereza. Era un roble. “Fe en Dios”, repetía.
Lo habíamos regresado a su casa. Ahí, antes de despedirme, le expresé como todos los días mi profundo amor y gratitud hacia él, lo orgulloso que estábamos de su vida, de su impresionante memoria, de su formidable capacidad de observación. Que en la enfermedad no caminaba solo.
No respondió, escuchaba, pero no podía responder.
-Estamos haciendo todo el esfuerzo porque te sientas mejor- le susurré al oído y dándole un beso en la frente le prometí: “Te veo mañana”.
Sin esperarlo, respondió con su distintiva voz de timbre grave: “Gracias”.
Ya no volví a verlo con vida. Se cerraron sus ojos para siempre.
Entre las ocho y nueve de la mañana, mi padre había caminado a la luz de la eternidad.
Tenía ochenta y ocho años. Dedicó su vida al trabajo, una parte al servicio público, al comercio y al periodismo. En sus últimos años se dedicó a escribir más de cien artículos sobre la historia de familias, personajes, lugares y calles de Villahermosa.
Mi padre, Manuel Antonio Vidal Cruz, fue un hombre alegre, de imperdible sentido del humor. Bailaba, cantaba, imitaba, contaba chistes. Siempre bromeaba. Hizo de la amistad una forma de vida; cosechó gratitudes e ingratitudes.
De su mano aprendí lo hermoso de disfrutar la vida, el amor a Dios, aplicarme en el estudio, leer la Biblia. Por él conocí el balón de futbol, la pelota de béisbol, el triciclo, la bicicleta y todo cuanto sé. Me llevó a una escuela a estudiar inglés. Me hizo inseparable amigo del diccionario y de los libros. Aprendí de él las mejores poesías y las letras de incontables canciones.
Me salvó la vida en una alberca donde estuve a punto de ahogarme a los ocho años.
Dice el buen libro en Eclesiástico: “Muéstrale honor a tu padre con tus palabras y acciones, para que caiga sobre ti su bendición”.
-¿Cómo puedo pagar todo lo que han hecho mi mamá y tú por mí?- le pregunté un día, y me respondió sin titubeos: “Sólo tienes que hacer por tus hijos lo mismo que hicimos por ustedes”, respondió sin pensarlo.
Una noche dejó a mi madre sin refrigerador por regalárselo a un amigo. “Él lo necesita más que nosotros”, le justificó a su pareja de toda la vida con quien, en este 2020, cumpliría 60 años de matrimonio.
Era ameno conversador. Platicaba las historias de su infancia, sus memorias por las calles de Villahermosa. Recordaba que siendo niño vio cómo fusilaron a una persona afuera del panteón central, la vez que vio a la llorona o cuando, ganándose la vida en un taxi, le tocó en suerte ser chofer de José Alfredo Jiménez.
Quedó en la imprenta pendiente de publicarse el primer tomo de su libro “Mis memorias de la Villahermosa antigua”, donde relata mil historias del centro de esta ciudad tan amada por él.
-Por ahí andan circulando tus artículos- le comenté hace un mes después de recibir en mi teléfono un mensaje de Whatsapp con uno de sus escritos. Se refieren a tus historias de Gaviotas y de la colonia Mayito. Las consideran como unas joyas.
-Me da gusto, precisamente se trata que sean un legado a las nuevas generaciones- comentó satisfecho.
Al escribir en primera persona he querido hoy agradecer a todos quienes le han expresado a mi familia sus condolencias por la partida de mi padre, don Toño Vidal. Sus mensajes, llamadas y abrazos nos dan fortaleza al saber que no vivió en vano.
Gracias papá. Adiós papá.